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Entrevista

Valentina Álvarez: “La innovación no está pensada para la alta cocina sino para mejorar la calidad de vida de la gente del territorio”

Mónica Ramírez

 

Desde Ecuador, concretamente de Manabí, nos llega la historia de Valentina Álvarez. Cocinera e Ingeniera en Turismo especializada en Gastronomía Ancestral Manabita, Valentina se ha convertido en la mejor embajadora de la tradición culinaria de la gastronomía local. Una tradición que gira alrededor del horno manabita, de herencia ancestral y eje principal de la magia y los secretos de este tipo de cocina.

Desde América Latina nos llegan las voces de aquellos que encuentran en la cocina de sus raíces y ancestros la voz de la revolución. Mientras que en Europa se habla de alta cocina, se estudian ingredientes foráneos como nota innovadora del recetario, se inventan herramientas para traspasar fronteras conocidas o se habla de sostenibilidad a golpe de talonario, al otro lado del charco, se mantienen los vínculos con la naturaleza, se busca transmitir la herencia cultural, se conecta con la sabiduría ancestral, se preservan los orígenes y se echa mano de lo que ofrece el entorno.
 
Entre esas voces que nos enseñan que nunca hay que perder de vista de dónde venimos, se encuentra Valentina Álvarez, del restaurante Cocosolo, en Pedernales, y al frente del Restaurante Escuela Iche, en San Vicente, una de las voces en alza de las nuevas cocinas de Ecuador. Esta cocinera es conocida por la apuesta por las recetas y productos tradicionales locales y la reivindicación de las técnicas ancestrales como el horno manabita. Este último se basa en un sistema de fuegos, antiguamente situados bajo tierra, que juega con la llama, la ceniza y la brasa para lograr hasta más de 16 técnicas culinarias. Junto al horno, no solo se cocina, sino que se establecen y fortalecen lazos, se fomenta la reunión, se tratan las noticias del día, corren los chismes y se comparten recetas.

¿Cómo ha sido el camino hasta convertirse en defensora de las tradiciones ancestrales?
 
Crecí con mi bisabuela y en su casa siempre hubo un horno manabita. Nunca cocinaba otra cosa que no fuera en ese horno. Tenía 92 años y seguía cocinando allí, aunque fuera para ella sola. De ahí nació ese apego a ese espacio, esa nostalgia y los recuerdos. De hecho, me vienen a la memoria los sabores que, para mí, son clave para que hoy me sienta una cocinera que cocina alimentos para el otro, porque eso es lo que hacía mi abuelita. Vivía sola y cocinaba tortas de plátano con maní, en el horno, gigantes, para cuando alguien la fuera a visitar. Siempre tenía, en su horno, las tortitas listas para servirlas a alguien con una taza de café. Y esa era su esperanza, que alguien la fuera a visitar para brindar.
 
Esa fue mi primera conexión. Por otro lado, mi mamá -que siempre fue una muy buena cocinera– y mi papa un hombre muy caprichoso de buen diente, pasaba su vida en torno a qué le cocinaba a mi papá para que fuera feliz.
 
Vino la crisis, mi papá perdió su trabajo, ya no podía sostener la casa, y con mi mamá empezamos a hacer comidas en el horno de mi bisabuela para vender. Era la ayudante de mi mamá, pero también salía a vender. De ahí salió la idea de la cocina como un ingreso.
 
Cuando me casé, la familia de mi marido tenía un restaurante, Coco Solo, con 43 años de historia. Así que me quedé en la cocina aprendiendo de mi suegro -que era argentino-, de mi suegra que cocina manabita, pero la de los oligarcas. En la cocina manabita hay dos ramas, la rural y la de las clases pudientes que es más afrancesada. Y así fui aprendiendo. Con los años instalamos un horno manabita y, desde entonces.

¿En qué consiste un horno manabita?
 
Es una cocina formada por una caja de madera llena de barro o arcilla donde están enterradas ollas de cerámica fabricadas por las mujeres de la zona. Encima tiene una capa de ceniza, que se va acumulando y formando un piso.
 
En este horno se aplican más de 16 técnicas de cocción. Se puede utilizar como un horno convencional, como brasa, con rejilla, para hervir, guisar, ahumar… Puedo colgar una cuerda en la parte de arriba, encima del horno, con longanizas, cecinas o carnes para ahumar y preservar alimentos.
 
Las mujeres del campo aprovechaban y aplicaban lo que hoy conocemos como eficiencia energética. Todo lo cuidaban. Se elegía hasta el tipo de leña que necesitaban, de qué rama… No cualquier leña sirve para cocinar porque algunas pueden liberar resinas con malos sabores o incluso tóxicos. Cuando está prendido el horno ellas aprovechan los cuatros fuegos y empiezan muy pronto en la mañana con el desayuno, hacen las tortillas de maíz, luego van preparando la olla para el caldo y bajan el otro fuego para preparar la menestra, los frijoles para la merienda… Y al final del día, aprovechan ese calor que se acumula en las ollas, se retira todo y se aplican técnicas de horneado y slow cooking, por ejemplo, para un guiso de horneado de cabeza chancho con camote y maní. Se tapa, se sella con barro y se pone brasa encima y eso se deja como un slow cooking hasta el día siguiente. También se ahúman las semillas, para guardarlas para la temporada siguiente.

Está todo conectado. Es un espacio de conexión etnográfico porque no hay un libro escrito de cómo manejar un horno, la temperatura… No hay termostato ni timer…. Todo es cuestión de práctica sensorial y trucos que la abuela te va enseñando. Toda esa sabiduría es de transmisión oral.

Se utiliza ceniza, fuego o brasa según la cocción. Puedes tener muchas temperaturas en un mismo espacio. Por ejemplo, los panes de almidón se cocinan en la pared de la olla… Para conocer la temperatura, se tira una hoja de maíz, si se quema está muy caliente, si se queda igual le falta temperatura y cuando se dobla es que es la temperatura ideal para panes. Es como un tandoor.
 
Este horno conecta con nuestro mundo más ancestral, con los primeros habitantes. La única diferencia es que antiguamente no estaban en una caja de madera sino en el suelo. Se han encontrado fitolitos de pescado, de maíz, yuca… Es decir que comíamos los mismos ingredientes y por eso la gente tiene este vínculo tan nostálgico con el humo, la leña…
 
El sabor de este horno no es el ahumado habitual que es más fuerte, sino más suave. Los sabores son más sutiles o delicados. Y por eso ha persistido tantos años…. Hay un horno que se va exponer en un museo de aquí que tiene 3.500 años. La arqueóloga Valentina Martínez se ha dedicado a hacer un estudio comparativo con el horno actual y el prehispánico. Y la técnica, la cerámica es la misma. Lo único es que antes se ponían piedras volcánicas. Otra variación es que antes estaba a ras de tierra y ahora está en la caja de madera. Y esto pasó porque adoptamos formas de trabajo europeas, de la cocina española que es trabajar en un mesón, trabajar en una mesa… antes aquí se hacía en cuclillas. Y aquí tú ves la expresión cultural tan poderosa que en vez de renunciar a este espacio levantamos la tierra del suelo y seguimos cocinando como hace 3.000 años.

Este tipo de horno, ¿se ha encontrado en otras zonas de Latinoamérica?
 
Se ha encontrado en el sur de Esmeraldas y en el norte de Santa Elena porque antes todo esto era una gran territorio. Es algo habitual en zonas rurales, aunque con todo esto ya se empieza a ver en restaurantes, con el efecto de la escuela, que quieren poner su hornito fuera del restaurante. Es como si, en las zonas más urbanas, se volvieran a enamorar.
 
Fuera de Ecuador no lo he visto. En la Amazonia tienen algo parecido que se llama la tulpa. En otros aspectos coincide con algunas técnicas como el tandoor.
 
¿Qué requisitos son necesarios para construir un horno manabita?
 
Necesitas una madera fuerte que sostenga toda la tierra. Tendría que ser una tierra arcillosa, porque se acumula mucho calor. Si lo lleno de arena no va a tener la misma acumulación de calor que si es arcilla. La ceniza de arriba es el fruto del uso del horno. Lo importante es la olla de barro con forma cónica, que permite que el calor se libere bien, entre aire y puedas aplicar la técnica de la ceniza. Tiene que ir enterrada. La clave está en la olla de barro.

El horno, además de cocinar, crea vínculos sociales.
 
Sí, la estructura de la casa manabita es alargada. Y la mitad de la casa es la cocina. En el centro de la cocina está el horno. Y la zona del medio está conectada a una galería que es donde la gente se refresca y se sienta a comer. Todo lo importante de la cultura rural manabita pasa en la cocina. Es un espacio de condición etnográfica.
 
Si un bebé nace, es donde se le ahúman los pañales, porque era su manera de desinfectarlos… o donde se prepara la bebida a una recién parida, se prepara la chicha, se fermentan las bebidas o hacen la comida preferida de un cumpleañero…. Cuando se hacen las fiestas se unen todas las matronas de la comunidad y hacen montones de comida… y ahí es donde está el vínculo porque van compartiendo recetas.
 
Es el espacio de vínculo social, de cultura, donde se cantan coplas o incluso donde se planifican la vida romántica… Cuando un manabita te invita a su hogar, te está invitando a la cocina. Es la parte más íntima de la casa. Y ellos te sacan todo lo que tienen.

¿No has pensado recoger todo ese conocimiento en un libro?
 
“Sí, actualmente estamos construyendo un libro que se llama Manabí. Estamos haciendo toda la documentación de las técnicas del horno, porque para la gente es tan importante… No es solamente un espacio folclórico sino etnográfico, es mucho más potente. Y si queremos que la cocina manabita salga al mundo, lo que la diferencia es este espacio, el horno. Hemos hecho una pequeña demo para recaudar fondos para armar el libro”.
 
Definen tu cocina tradicional, pero actualizada. ¿Qué significa ese ‘actualizada’?
 
Coco Solo es mi casa, pero actualmente estoy también trabajando en la Escuela Restaurante Iche como coordinadora gastronómica del proyecto. Fue una oportunidad ideal porque yo veía que había una gran desconexión entre las tradiciones, todo lo que representa el horno manabita y las nuevas generaciones.

Había un chico que, incluso le dije que le pagaba los estudios de cocina y me daba pena lo que le enseñaban. Está bien que aprendan técnicas de todo el mundo, pero siempre es lo mismo, Cordon Bleu, Filet mignon… y yo le decía, pero, ¿qué pasa? ¿por qué no te enseñan a cortar un pescado, a tratar bien los camarones o a manipular correctamente los alimentos? Me daba un poco de pena, y el horno era como un armatoste del pasado. La Escuela Iche tiene la esencia de considerar que el horno manabita sirve para innovar, pero conectado a la identidad. Está para sacar la mejor versión de un producto y no para desagregarlo y desconectarlo del producto, de los sabores.
 
En ese sentido quise volver un poco hacia atrás. Tenía un plato que se llamaba el seco de gallina. Un guiso de gallina criolla, que aquí algunos comían con una montaña de arroz blanco, pero cuando servimos en el restaurante, en Iche, lo servíamos como se hacía antes, como lo comía mi abuelo. Era como un jeren de maíz, que es una especie de mazmorra de maíz amarillo que era la guarnición. Cuando los servíamos, los clientes nos decían que no era manabita sin arroz, así que también hay una labor pedagógica con el cliente. Y este es un plato que no puede ser más manabita ya que la receta tiene más de 7.000 años (se han encontrado restos en cerámicas de la época).
 
Y eso es lo lindo. Innovar es mirar hacia atrás. Mirar lo que está alrededor, los productos, los productores… el cacao, el café… porque la comida manabita es patrimonio cultural ecuatoriano, pero desgraciadamente tengo que decir que la agroindustria ha entrado con fuerza en la restauración, en los chiringuitos… y les ha metido la idea de que la cocina manabita queda mejor con un sucedáneo de chocolate o con un aceite de palma de pésima calidad o con un sobre de saborizante que no es el de las hierbas que nosotros utilizábamos…
 
Tenemos que ir todos juntos a combatir esto. Y ese es el espíritu de este proyecto de Iche. Hay que decir que los jóvenes de la escuela son becados… buscamos en zonas rurales, porque hay mujeres que tienen muchísimo talento pero no tienen la oportunidad de formarse. Les enseñan un poco de técnica de cocina y son un cohete en la luna. Tengo unas chicas que salieron de la escuela y son increíbles y eso es lo que me gusta de este proyecto. Llena de esperanza, porque conecta con el horno manabita, con sus raíces y se sienten felices y orgullosos.

Háblame de los inicios de ese proyecto en el Restaurante Laboratorio de Iche.
 
El proyecto nace por la Fundación Fuegos. Ellos crean el proyecto ‘La comida como motor de cambio en la zona norte de Manabí’. Y esto lleva a la creación de la primera ruta de turismo gastronómico que sale de lo típico. Se ha trabajado en ella durante tres años. Comenzó con el mapeo del territorio para saber qué hay que potenciar y luego articularlo todo. Vimos que era un territorio lleno de productos geniales, pero que el restaurante no conocía. No sabían a quién comprarle el chocolate y acababa comprando a Nestlé. Lo mismo con el café.
 
La ruta está diseñada en formato de experiencias… En el norte está la experiencia del coco, con lo que todo está articulado en torno al coco: productores, la comunidad laboria… De este modo la gente conoce la gastronomía alrededor del coco: cómo se produce, los actores, la comida… y así con el café, el cacao, los lácteos, el ají y el marisco.

Para todo esto faltaba la formación, y así nació la escuela, para reencontrarse con todo este saber. Tenemos un equipo multidisciplinar muy bueno… que ha estado en diferentes cocinas del mundo y que enseñan a valorar lo de aquí. Tiene esta parte de hacer que la gente se reencuentre con sus raíces de una forma más académica y práctica. El  50% es teórico y el 50% práctico y dura 7 meses. La escuela está vinculada con diferentes actores porque no puede ser una burbuja.
 
Es cierto que la palabra Laboratorio confunde a algunos y me preguntan cuándo van a estudiar cocina molecular o con nitrógeno. Y yo les digo, ‘de la cocina molecular hace ya 20 años. La verdadera innovación es que tú puedas entender los productos que están aquí y ver cómo los puedes aplicar en la vida cotidiana’. La innovación no está pensada para la alta cocina sino para mejorar la calidad de vida de la gente del territorio, mejorar la capacidad o la forma de los alimentos para que sean más nutritivos o para que aproveches sus cualidades nutricionales…. Para mejorar las cadenas de valor, acortar esas cadenas de valor. Quiero que de aquí salgan no solo cocineros sino gestores culturales, líderes comunitarios y cocineros pero que entiendan su territorio y que hay  que meter las manos en la tierra.
 
También estás luchando para que el horno manabita se convierta en patrimonio cultural de Ecuador. ¿En qué fase está?

Sí. La parte histórica la tenemos muy documentada con la ayuda de Valentina Martínez. Hicimos un minidocumental con Fanny Vergara, mi compañera, cocinera, estudiosa… sobre el horno auspiciados por el Instituto de Cultura del Patrimonio de Ecuador…. Después de esto, vamos a hacer un censo para ver cuántos hornos hay en cada cantón. Y eso va a hacer mucha fuerza para conseguir el patrimonio cultural.

Recetas tradicionales típicas que se preparen en este horno…

Para mí, una de las recetas que pertenece al ADN de la cocina manabita es la salprieta. Se puede comer todos los días a cualquier hora. Es un alimento, un aderezo, un adobo… Está hecho con 5 ingredientes identitarios de Sudamérica, muchos de ellos nativos de Manabi. Maíz amarillo criollo, maní, sal de las salinas de aquí, chillangua (pariente lejano del apio) y achiote.
 
Otra es el viche. Una sopa con más de 25 ingredientes, procedentes, en su mayoría, del huerto de la mujer manabita. Es como un potaje y es muy nutritiva.

 

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